Dos meses antes de planear mis vacaciones coincidí en un viaje “relámpago” con una amiga, Olivia. Durante ese trayecto me contó de todo: Desde cómo responder a las preguntas de la Embajada de Estados Unidos para mejorar mi posibilidad de obtener la visa de EU, hasta sus más recientes excursiones por México y el extranjero.
Aunque inicialmente me atrapó su relato sobre Texas, Estados Unidos, terminé más sorprendida cuando cambió de tema y habló de su viaje familiar a una playa con dunas ubicada en el sur de México, en Salina Cruz, Oaxaca.
Para llegar a Chipehua, la costa turística que visitó, Olivia me confesó que la forma más cómoda, si no tengo auto, era viajar en el Tren Interoceánico. Yo sabía de la existencia de esta obra impulsada durante el gobierno del expresidente Andrés Manuel López Obrador, pero había olvidado que sus vías recorren el Istmo de Tehuantepec, la zona más angosta de la República Mexicana que une el Océano Pacífico con el Golfo de México.
Antes de reservar mi hospedaje en Oaxaca, investigué horarios y estaciones del Tren Interoceánico. De ello dependía mi itinerario. Al revisar las rutas, descubrí que si salía desde la Ciudad de México, la opción más viable era el tramo Coatzacoalcos–Salina Cruz.
Este recorrido opera únicamente los jueves y sábados; sin embargo, en diciembre, quizá por la temporada vacacional, se habilitaron viajes adicionales los miércoles. Los precios del Tren Interoceánico dependen de la clase y del tipo de pasajero:
Intrigada por comprobar si realmente la obra presumida por AMLO estaba en buen estado, compré un boleto en clase ejecutiva. Para llegar a Coatzacoalcos adquirí un ticket de autobús desde la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO).
El traslado por carretera desde la Ciudad de México hasta Veracruz tomó aproximadamente diez horas. Salí el viernes a las 20:00 horas y llegué a Coatzacoalcos el sábado a las 5:00 horas, justo a tiempo para abordar el tren que salía a las 8 de la mañana.
Primero pasé por un filtro de seguridad, muy parecido al del aeropuerto. Revisan equipaje y escanean maletas. Después llegué a la zona de espera, donde solo había pantallas promocionando la nueva ruta del Tren Interoceánico a Palenque y algunas bancas de madera, duras e incómodas, pero el aroma a café hacía más agradable la espera.
Al momento de abordar, lo primero que me impresionó fue la amplitud de los vagones. En clase ejecutiva, los asientos son reclinables, hay enchufes para cargar el celular y espacio para colocar maletas. Sin embargo, tuve que volver a ponerme la chamarra porque el aire acondicionado estaba al máximo; incluso escuché a otros pasajeros quejarse por el frío.
Una grata sorpresa fueron los baños: amplios, limpios, con papel, agua y jabón. Además, en cada estación sube personal de limpieza para vaciar los botes y mantenerlos en buen estado.
Olivia me había hablado maravillas del desayuno. Como yo viajaba en clase ejecutiva decidí no comer nada antes de subir. Una hora después, cuando los “sobrecargos” pasaron ofreciendo alimentos y recuerdos de este transporte —porque el tren no cuenta con cafetería—, me llevé una decepción: ya no había café ni tortas.
Según me explicó el vendedor, los pasajeros de clase turista habían agotado los emparedados. Solo quedaban dulces, galletas, refrescos y Boing, así que tuve que conformarme con lo que había disponible.
Sin duda, lo más memorable fue el paisaje: Ver el sol iluminando los árboles, atravesar áreas verdes interminables y cruzar por La Ventosa, en el Istmo de Tehuantepec, conocida por sus vientos tan fuertes que pueden voltear camiones.
Después de seis horas de recorrido, llegué a Salina Cruz a las 14:15 horas. Un trayecto largo, sí, pero lleno de paisajes coloridos con ambiente a selva y una experiencia distinta para quienes desean viajar más cómodos.


