Al escuchar los razonamientos de un gran sociólogo argentino, Santiago Kovadloff citó el otro día al pensador alemán Johann Gottlieb Fichte: “Todo sistema filosófico es la expresión de un temperamento”. El sociólogo en cuestión –Hernán Vanoli– hablaba de política nacional, pero no desde ideologías cristalizadas o canónicas, sino desde distintas identidades construidas con una percepción emocional, temperamental y personalísima: su empresa de investigación se llama significativamente “Sentimientos Públicos”, viene realizando un intenso y sistemático trabajo de encuestas y ha trazado un provisorio mapa que desafía simplificaciones y clichés: allí casi no hay derechas ni izquierdas, peronismos versus antiperonismo, y casi ninguna otra categoría clásica. Su estudio descubre que existe en este nuevo país una primera división notoria: un 17% al que denomina “intervencionistas estatales” o “progresistas ideológicos”, y luego un 83% al que llama “transaccionales”. Los primeros, hoy reducidos a una minoría asombrosa, consideran al Estado como actor central y ordenador de toda la vida colectiva; el mercado, por lo contrario, les parece un error social y a lo sumo un mal necesario. Los segundos, que son un verdadero océano electoral y una “zona más plebeya”, piensan que la sociedad puede organizarse sola: únicamente un pequeño fragmento –los adoradores y adoratrices del León– se reconoce decididamente antiestado, y ese dogma se encuentra por lo general entre los segmentos más jóvenes.
El resto de los “transaccionales” prefiere un Estado silencioso, impersonal, abocado a algunas pocas cosas, pero que demuestre un buen desempeño. Existe a su vez, dentro de la vasta región “transaccional”, dos subdivisiones nuevas, que Vanoli bautiza como los “individualistas”, y los “solidarios”. Estos últimos representan el 37% del electorado, y reconocen múltiples errores estatales, pero creen igualmente que debe existir el Estado aunque sin épica ni estridencias; los “solidarios” apoyan diversas formas de involucramiento afectivo en organizaciones intermedias de la sociedad civil y son meritocráticos pero con un sentido comunitario: sostienen que la política del esfuerzo vale y, al mismo tiempo, que el gobierno debe asistir con fondos a la extrema pobreza. Salvo un pequeño grupo, incluso hasta los “individualistas” están de acuerdo con los planes sociales.
Exhibe este gran sondeo que el avance de la tecnología abrió también una brecha horizontal entre jóvenes y viejos: los primeros miran con indiferencia a sus mayores, pero estos les devuelven creciente rechazo y fastidio. Los “individualistas”, por su parte, son un 46% y allí anidan codo a codo los ultraconservadores y los libertarios. Para el sociólogo, los fanáticos de Javier Milei “son menos un leninismo de derechas que una sensibilidad inmediatista, anti-burocrática y con una visión romántica de un pasado sin jerarquías. Les interesa menos la eliminación de la burocracia pública que la sinceridad, y paradójicamente tienen una visión no hegemónica de la crueldad, ligada a la tradición de la justicia popular. Subordinan la justicia a la libertad”. Y, como hacen los “intervencionistas” desde el Estado, sienten que deben mantener una sociedad movilizada bajo el paraguas del mercado y con una pulsión a “romper” piedra por piedra el statu quo. Justo al revés que los republicanos, para los que es necesario discriminar lo que funciona y no destrozar todo de un plumazo: el Conicet, para ellos, debería modificarse, pero no desaparecer; los libertarios, en cambio, abominan de esa “institución jerárquica”: el núcleo duro de Milei desconfía de casi cualquier élite y sospecha además que ese organismo de científicos está “infiltrado” por el kirchnerismo.
Estas investigaciones sugieren además que la principal emoción imperante en el subsuelo de la patria es “una clase de incertidumbre que combina ansiedad, algo de furia y mucho de impotencia”. Se masculla, en muchísimos ciudadanos argentinos, un descreimiento natural hacia las instituciones, en tanto y en cuanto los han defraudado: el Estado da pésimas prestaciones, el Poder Judicial no ha demostrado efectividad, los legisladores tienen mala reputación y el “voto no cambia nada” (sic): allí se explica el sufragio antisistema, volátil, iracundo, y sin medir demasiadas consecuencias. El trabajo de Vanoli es mucho más extenso y sofisticado –no cabe en este artículo de prensa–, pero el sociólogo concluye que “el voto racional puede haber existido en época de sociedades racionales. Esto ya no es así”. Y añade: “Ahora hay que pensar la ideología no como un corpus de ideas sino como una sinfonía de emociones. Y la cuestión de los valores pesa cada vez más en la mirada subjetiva del votante”.
Este tablero móvil, que hoy convierte casi cualquier signo partidario en un sello de goma, explica la gran metamorfosis subterránea de la Argentina, inscripta en un mundo veloz no gobernado por “convicciones de toda la vida” ni por “religiones laicas” sino por sentimientos personales de momento. Alguien, como sugería Fichte, puede captar ese temperamento de época y convertirlo en un sistema filosófico, pero no dejará de ser abierto y quizá efímero. Lo cierto es que los estatistas de antaño, con solo 17%, ya no pueden ni siquiera fingir que son la representación cabal del “pueblo” o que conforman las “grandes mayorías”. Es la consumación de su modelo dañino lo que precisamente ha generado una aversión generalizada: los estatistas devastaron la reputación del Estado. También se podrían describir estos dos años de gestión como una ruleta rusa de sentimientos encontrados, donde muchos ciudadanos –huyendo de ese régimen perimido y bajo emoción violenta– se jugaron un pleno por ese outsider, se espantaron por su amateurismo y por su agresividad soez, agradecieron la baja de la inflación y padecieron la mishiadura consecuente, simularon demencia y temieron un crac que devolviera al poder a los “intervencionistas estatales”. Algunos de los “transaccionales” jamás perdieron la fe, pero muchos otros se quedaron en su casa y les dieron la espalda a las urnas, o votaron obligados al oficialismo y hoy parecen buscar un recreo alejado de la actualidad política después de tragar tanto sapo y sufrir semejante estrés: no pueden admirar lo que entronizaron y prefieren no ver para no sufrir. Ya pasarán estos veranitos y, si no hay sobresaltos, podrán entonces volver a mirar de frente la cruda realidad. Un poco de paz. Y cada uno con su sentimiento.


