Recuerdo la primera vez que supe de Patti Smith. Me gustaría decir que soy una aficionada/connoisseur de su música desde tiempos prehistóricos: no es así. A Smith la conocí primero como escritora —y estrictamente después como artista punk— gracias a su libro de memorias Just kids (publicada en español por Lumen bajo el título Éramos unos niños). Soy una seguidora más o menos reciente pero no por ello menos apasionada. A Smith la he visto dos veces en concierto, coleccionó todos sus libros y cada vez que puedo compro alguno de los discos en vinilo del Patti Smith Group. Soy una fan pedante, qué les puedo decir, pero tengo corazón.
En Just kids, Patti abre su armario de maravillas, sus recuerdos del Nueva York de los años setenta, el rock, el arte a contrapelo y en el centro de todo, su relación de amor absoluto entre ella y el legendario fotógrafo Robert Mapplethorpe. Entre otras cosas, Patti recuerda sus encuentros con la vieja guardia de outsiders, los sobrevivientes de la generación beat. En el Hotel Chelsea, sitio entre tugurio y casa de la cultura con picadero de heroína, Patti y Robert conocen a Allen Ginsberg y William Bourroughs: los beatniks como padrinos de estos dos casi adolescentes que querían dedicarse al arte como destino absoluto. Incluso Ginsberg trató de ligarse a Patti porque a primera vista pensó que era un joven muy bello —por supuesto que el autor de Howl era perfectamente gay— y gracia a gorrear al poeta, ella y Robert pudieron comer comida caliente varias veces.
Patti llegó a Nueva York sin nada. Aprendió a comer de la basura de los restaurantes. Sobre todo amaba la lechuga, que conservaba su crunch aun después de ser desechada. Podría sonar tristísimo pero en Just kids, la memorista recuerda esa época con cariño. Sobre todo porque en ese viaje al abismo conoció a su Robert.
Pero divago. Lo que yo quería decir es que Patti, que llegó a Nueva York como aspirante a artista plástica, salió de esa ciudad (La Ciudad) con un disco en la bolsa que cambió el modo en el concibió al rock de su tiempo. Estoy hablando del Horses, el álbum que de un día para el siguiente la convirtió en una estrella y se ganó el apodo de “La madrina del punk”.
Diré poco del Horses: es vital que lo recordemos o lo descubramos por iniciativa propia. En Horses Smith la música es rock puro, pero las letras son una poética casi rapeada. La escena hip hop algo le debe a la madrina. Su “delivery” es totalmente rapero.
El misterio de la poeta se descifra en la primera línea de la primera canción del álbum, “Gloria”: Jesus died for somebody sins but not mine. A lo largo del álbum, Smith transforma su poesía en ganchos de pop muy pegajosos y en letras que marcaron al punk. No es fácil, no es simple, no es ¿inútil? El Horses es único y exactamente bello. En su portada, foto tomada por Robert, Patti aparece vestida de manera austera, apenas una camisa masculina y una corbata negra. Dicen los agudos que incluso se le ve bigote. No veo tanto pero ciertamente hay algo muy viril en esa foto, como si Mapplethorpe hubiera encontrado con la lente el lado disidente de su protagonista. A Patti no le iban a enseñar cómo ser una damisela en peligro. Ella misma era el peligro.
Regreso a las memorias de Smith. En algún momento tardío de su vida (y raro que no lo hubiera descubierto antes) Patti se dio cuenta que lo suyo era la autobiografía. Vivir on the edge puede ser trágico, y sin duda difícil, pero en Just kids la aventura no se acaba con el chirrido de tripas y el arte a pesar de la desnutrición. Crear, al menos en retrospectiva, era más importante que comer tres veces al día. De la persecución de Andy Warhol en el Max’s Kansas City (Robert estaba obsesionado con ser parte del séquito del dueño del pop art) a las calles del Nueva York tenebroso, pero fascinante, de aquellos años, los dos amigos fundaron una complicidad que da envidia. Ojalá todos encontráramos un amigo así de incondicional.
Robert Mapplethorpe y Patti Smith nacieron para fundirse. Donde acaba Patti empieza Robert; donde Robert es fuego, Patti es hoguera. Se conocieron por casualidad (en ese caldo de cultivo todo mundo se conocía de casualidad) pero fraguaron como el buen cemento. Inseparables, Patti y Robert eran algo más que amigos y algo menos que amantes. Aunque con Patti exploró el amor heterosexual, pronto Robert salió del clóset. Y eso, en vez de separarlos, los unió. Juntos se descubrieron, se lastimaron. Se descorazonaron pero también se encendieron. Just kids empieza con un recuerdo tristísimo: Robert muere arrasado por el sida en un hospital. Patti no está con él. Dormía mientras su amigo inmortal moría; se despidió de él en sueños. De esa escena Patti nos lleva a un recuento amoroso de sus vivencias juntos.
Difícil saber qué escribir después de una cornucopia de recuerdos como Just kids. Pero Patti lo ha conseguido. Aunque no todos sus libros autobiográficos son tan importantes como el primero, sí que son entretenidos y seductores. En M Train, por ejemplo, Patti viaja por el mundo en alguna de sus giras y su primer interés es encontrar un café; casi cada página canta las odas al café. La madrina del punk es una adicta absoluta a la cafeína. En sus días de underground no se hizo heroinómana, pero después en su cómodo futuro como estrella del rock agarró la adicción muy socialmente respetable a una taza de buen café.
Este medio siglo de Horses se celebra con una nueva gira por recintos pequeños en distintas partes del mundo y, que es más interesante para mí, con una nueva entrega de sus memorias. Bread of angels es un libro de pérdidas y también de descubrimientos. Va desde su infancia en un pueblito ínfimo de Nueva Jersey, donde su único futuro era trabajar en una fábrica o ser maestra de primaria, a su encuentro con Fred “Sonic” Smith, su esposo y padre de sus hijos. No he leído el libro, lo acaban de lanzar hace una semana, pero ya viene en camino. Dios bendiga al capitalismo, Jeff Bezos y Amazon. No soy muy punk, lo sé, pero al menos viviré el wild side de la mano de Patti Smith. Yo diría que poco más vale la pena que esas oscuridades vicarias.
