La figura de Omar García Harfuch es una rareza. En condiciones de normalidad, los regímenes democráticos evitan, de forma instintiva, que los funcionarios del sLa figura de Omar García Harfuch es una rareza. En condiciones de normalidad, los regímenes democráticos evitan, de forma instintiva, que los funcionarios del s

¿Apuesta presidencial de García Harfuch?

El viernes pasado The New York Times publicó un reportaje y una entrevista con el secretario de Seguridad mexicano, Omar García Harfuch. Desde la perspectiva de Palacio Nacional, estas páginas, en el diario norteamericano de mayor circulación, son un éxito rotundo. En el reportaje García Harfuch proyecta una imagen de funcionario impecable y eficaz, a la vez que disciplinado y leal a la presidenta. La entrevista fue amable, sin preguntas demasiado incómodas. Por si fuera poco, casi de forma simultánea, el secretario de Estado, Marco Rubio, declaró que “el gobierno de México está haciendo más en este momento en el tema de seguridad que jamás en su historia”.

Por un lado, esta cobertura positiva de The New York Times le viene bien al gobierno. Para la presidenta Sheinbaum hace todo el sentido curarse en salud de las embestidas retóricas de la Casa Blanca y de la amenaza, no tan velada, de una acción unilateral del ejército norteamericano en territorio nacional. Por otro lado, llama la atención el protagonismo que la figura de García Harfuch tiene en las notas. En el reportaje incluso se señala que el secretario de Seguridad ya es ‘ampliamente’ visto como el sucesor natural de la presidenta.

La figura de García Harfuch es una rareza. En condiciones de normalidad, los regímenes democráticos evitan, de forma instintiva, que los funcionarios del sector seguridad adquieran peso político propio. Por regla general se prefiere que quienes controlan la fuerza pública –y el aparato de inteligencia– sean personajes de bajo perfil, o de perfil estrictamente técnico. Ahora me vienen a la mente tres personajes notables del sector seguridad que, en las últimas décadas, llegaron a convertirse en jefes de Estado: Vladimir Putin en Rusia, Hugo Chávez en Venezuela y Abdel Fattah el-Sisi en Egipto. Los tres marcaron un rompimiento con el pasado de sus países y a los tres los podemos calificar, sin mayores reservas, como dictadores.

García Harfuch va por una ruta distinta a la de estos siniestros personajes. Ha crecido cobijado por la ‘4T’. Su ascenso también es un reflejo de las condiciones excepcionales de México: un país con relativa estabilidad política, pero que ha hecho frente por años a una crisis delictiva de dimensiones catastróficas. La inseguridad es el principal tema de malestar para la población. De acuerdo con el INEGI, preocupa al 64 por ciento de los mexicanos (la salud ocupa un muy lejano segundo lugar, con 35 por ciento). Es en este contexto que la figura del mando policial heroico se vuelve irresistible en términos electorales.

Aun así, la Secretaría de Seguridad es un lugar incierto para construir una apuesta presidencial. Para consolidarse como un candidato viable de cara a 2030, García Harfuch tendrá que sortear, al menos, dos riesgos. El primer riesgo es el fracaso. Casi se le va la vida en ello, pero García Harfuch dio resultados sobresalientes en la capital. Sin embargo, lo que funcionó en un contexto urbano, de altas capacidades institucionales y mafias locales, no será tan fácil de replicar a escala nacional para hacer frente a los grandes cárteles. En el primer año de gobierno se dieron algunos resultados promisorios. La estrategia de arrestos de generadores de violencia de García Harfuch ha funcionado. En 2025 el homicidio bajó un 18 por ciento (no tanto como el gobierno presume, pero sí una disminución considerable). Sin embargo, todavía están otros pendientes que han demostrado ser intratables, incluyendo la crisis de desapariciones y de cobro de cuota.

El segundo riesgo es el exceso. La principal dificultad a la que García Harfuch hará frente en los próximos años no vendrá directamente del CJNG ni de ninguna otra organización criminal, sino de los varios alcaldes y gobernadores que protegen a los criminales, en particular los de la propia coalición gobernante. El secretario tendrá que encontrar un equilibrio difícil, por no decir imposible: actuar con firmeza frente a estas redes gubernamentales de protección criminal sin alienar al oficialismo y sin dar razón a las voces que inevitablemente van a acusarlo de usar el aparato de inteligencia al servicio de su carrera política.

La historia de Genaro García Luna, el último súper policía que tuvimos (quien también cultivó en sus días una relación cercana con Washington), ilustra ambos riesgos. Mucho antes de ser formalmente investigado por sus nexos con el crimen organizado, García Luna se había convertido en un personaje tóxico. Encabezaba una carísima Policía Federal que no dio los resultados esperados, pero que albergaba un temible aparato de espionaje repudiado por los propios panistas (tal vez fue por temor a ese aparato que Felipe Calderón no se atrevió a removerlo, a pesar de las voces que le advirtieron sobre los malos pasos de su secretario de seguridad).

Esperemos, por el bien de México, que la historia de Omar García Harfuch sea otra. Independientemente de cómo terminen por soplar los vientos de la política, la referencia de un secretario de Seguridad eficaz y honesto le haría mucho bien a las instituciones policiales del país.

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