La tibieza emocional, una enemiga silenciosa y muy peligrosaLa tibieza emocional, una enemiga silenciosa y muy peligrosa

La tibieza emocional, una enemiga silenciosa y muy peligrosa

2025/12/19 12:53

No estás triste, pero tampoco feliz. Es un estado de ánimo desconcertante, porque vives paralizado sin saber por qué. Actividades que antes gozabas, ya no. El foco aparece y desaparece. Te preguntas si estás deprimido y los psicólogos te indican que no, si bien no dan con lo que tienes. Así transcurrieron mis últimos años, en una suerte de apatía funcional sin hallarme. Repito, ni tristeza ni felicidad. Animal de costumbres como somos, se aprende a convivir con ello. O más que acostumbrarse, recurrimos a cualquier justificación para darle sentido a esa tibieza emocional: que si afugias económicas, que si el divorcio, que si la crisis de los 40; en fin, razones que una vez superadas no paliaban la situación.

Resignado a mi nueva realidad, me encontré sin querer un reportaje en este diario con un titular que me atrapó: “ ‘Languishing’,aunque no es depresión podría frenar su bienestar”. Desde el primer párrafo me identifiqué. “Estar de vacaciones y viajar hacia un destino soñado hasta que, de repente, el carro comienza a fallar y se detiene en medio de la ruta. A los costados, miles de automóviles siguen su marcha, pero el viajero, con el vehículo parado, pareciera perdido, sin rumbo. Sin señal en el teléfono para pedir ayuda y sin herramientas para revisar o resolver el problema del auto, se ve atrapado en un estado de “limbo”. No puede avanzar hacia su destino, tampoco afrontar la situación que lo detiene”.

Salud mental

¡Eso era lo que me pasaba! Estaba languideciendo. Mi estado de ánimo no era un problema de salud mental, aunque claramente algo había ahí. De un día para otro dejé de correr con la disciplina con la que lo había hecho –seis días a la semana durante cuatro años sin parar–; la música que me encantaba oír en el carro, se apagó; la fascinación por devorar revistas y periódicos se congeló. Y así con otras pasiones mías.

Según el psicólogo estadounidense Adam Grant, el “languidecimiento” fue la emoción dominante de 2021. Lo curioso es que quienes padecen de él siguen siendo personas funcionales, no como el depresivo, que se ahoga. El lánguido poco o nada disfruta de las cosas. “Todo lo que emprenden y viven es con demasiado esfuerzo y no terminan de sentir que conectan con un logro”, se lee en la nota del periódico. Párrafo por párrafo, sentí que EL TIEMPO me estaba radiografiando.

¿Y por qué cuento esto?

La angustia de no saber qué está ocurriendo con el estado de ánimo puede atenazarlo a uno tanto que la consecuencia de no dilucidarlo puede desembocar en una depresión. El “languidecimiento” es tan silencioso que siendo ya bien difícil para que lo identifique quien lo padece, imagínense para que lo hagan sus seres queridos o compañeros de trabajo. Para ellos todo sigue normal, sin información para prestar ayuda.

Por si fuera poco, todo lo relacionado con salud mental es aún tabú en el país. Pese a los esfuerzos tan encomiables de la comunidad médica para normalizar la conversación, para incentivarnos a tomar estas enfermedades como algo natural –que son más frecuentes de lo que creemos–, aún evadimos el asunto a más no poder. “No le comentes a nadie que te estás medicando”, dicen algunos como consejo. Acciones tan encomiables como la de Juan Pablo Raba, cuyo pódcast ‘Los hombres sí lloran’ ha tenido una importante acogida, son fundamentales, no obstante aisladas e insuficientes para la magnitud del problema.

Por otra parte, si bien la depresión está ampliamente documentada y sus síntomas tienden a ser evidentes, el “languidecimiento” es un término relativamente nuevo, apenas acuñado a principios de este siglo por el psicólogo Corey Keyes. Este, explica el informe de EL TIEMPO, dividió la salud mental en cuatro niveles: 1) florecimiento o buena salud mental, 2) salud mental moderada, 3) languidez o mala salud mental y 4) depresión. ¿Habían oído del tercer punto?

El “languidecimiento” es un término relativamente nuevo

No tengo cifras de cuántos colombianos podrían estar en una fase de languidez, pero creería que no son pocos. Personas cercanas que no se hallan, como me pasaba. Familiares apagados, pero no nos damos cuenta. Seres presentes ausentes. Y no es que no quieran tratarse, sino que no saben qué tienen. Y como no parece grave, pues apenas reparan en la amenaza.

El “languidecimiento” es la antesala de la depresión. Su detección a tiempo pasa por hacer el esfuerzo por tratar de nombrar lo que nos pasa: quitarle poder a esa emoción, ponerle cara a este estado intermedio, que no es tristeza ni felicidad, que no es depresión pero sí es desgaste.

Cuento esto porque no está de más que también se identifiquen con lo que les pasa. El languidecimiento es leve, pero persistente, como el pitido del carro cuando uno no se pone el cinturón de seguridad. Normalizarlo no lo apaga; solo hace que cada día retumbe con más fuerza.

¿Cómo empezó?

Difícil fijar el punto de inicio, pero hace un par de años, súbitamente, dejé de poner música en el carro, no me apetecía; lo que antes me generaba muchísimo entusiasmo, como ir a cine o leer periódicos hasta el cansancio, me dejó de gustar; viajar, e ir a los mejores restaurantes de comida japonesa que me podía costear, dejó de suceder. Así también con otras cosas que me hacían feliz. Poco a poco, la rutina fue perdiendo color y las actividades que solían llenarme de satisfacción perdieron sentido. Incluso los pequeños placeres cotidianos se fueron atenuando sin que pudiera identificar una razón concreta, sumiéndome en una especie de letargo emocional del que no sabía cómo salir.

De subir el Alto de Letras corriendo —83 kilómetros de ascenso— pasé a entrenar cada vez menos. De 70 kilos subí a 78. Había en mí un desánimo extraño, que no era tristeza pero sí un apagamiento lento. Seguía corriendo, pero me aburría; y quedarme en la casa descansando me aburría igual. Entrenaba dos días y luego dejaba de hacerlo cuatro. Llegué a pasar semanas enteras sin ponerme los tenis. Como dije al inicio de esta columna: vivía en un limbo. Todo me importaba… pero nada me importaba realmente.

Nadie a mi alrededor sabía qué me estaba sucediendo. Bueno, yo tampoco, pero por esa intuición del subconsciente de supervivencia social, me volví experto en fingir felicidad, pese a la tibieza que me generaba cada actividad o su resultado. Ojo, mi cotidianeidad seguía como si nada, en la casa, en el trabajo y con mis amigos. Nunca dejé de lado mis responsabilidades, obligaciones y tareas. No era que me hubiese apagado como una vela vencida por un soplido, sino que por dentro esa vela arrojaba una luz que apenas alcanzaba para ver.

Sin querer emitir aquí un diagnóstico clínico, porque ese solo lo deben dar los expertos en salud mental, creo que lo más peligroso del languidecimiento es acostumbrarse a él, dejar que esa parálisis emocional vaya esparciéndose en el alma como un mar en calma lo hace en la arena de la playa. Los humanos hemos progresado por ser espíritus indómitos, por movernos a través de emociones para crear y construir. En ese orden de ideas, el estado emocional de tibieza es una anestesia casi que mortal. ¿Cómo salí de esto?

En realidad no sé si he salido. Convivo a veces con dicha sensación, pero varios de los placeres que les he nombrado me los vuelvo a gozar. Por mis manos desfilan libros, revistas y periódicos que consumo sin parar. Retomé el hábito del cine y, dicho sea de paso, el de la música. Un viaje me anima, y no veo la hora de ir a comer el mejor sushi.

No fue un psicólogo quien me produjo el cambio. Tampoco un psiquiatra. Y no porque no les crea, sino porque desarrollé una insalvable barrera de confianza tras interactuar con ellos. Pero así como no tengo claro cuándo comenzó mi tibieza existencial, sí sé cuándo me pellizqué y decidí luchar contra el enemigo invisible. Fue en Facebook, cuando la publicación de un amigo me abofeteó sin compasión. Él, en medio de un convulso divorcio, subió unas fotos en las que mostró una transformación personal muy positiva. Yo me sentía yendo en sentido contrario.

El estado emocional de tibieza es una anestesia casi que mortal

A los pocos días, en un restaurante bogotano, donde tenía un almuerzo con una congresista y su esposo, llegué y en la barra vi a Juan Pablo Vanegas, un gran amigo con el que solía correr. Lo vi feliz y a punto de irse a Berlín para correr la maratón. No pude evitar compararme con él. No hace tanto coincidíamos en las maratones. Ya no. ¿Qué te pasó, Diego Santos? Le pregunté por su entrenador y me dio el teléfono. La cosa iba por ahí.

Y es que mi personalidad requiere orden, disciplina, de una hoja de ruta que me motive y un objetivo que me ponga a competir, en cualquier cosa. Llamé al entrenador y le conté lo que me pasaba y sentía; lo que les he narrado aquí. Fue en agosto. Le dije lo que me estaba costando correr, que me aburría, que ya no hacía más de 30 kilómetros semanales, cuando estaba acostumbrado a correr más de 100.

El primer mes me puso a correr 40 kilómetros cada semana, algo suave, con pruebas de velocidad intercaladas. Y así, piano piano, como dirían los italianos, mi cabeza comenzó a reajustarse y las emociones intensas reaparecieron. El orden y la disciplina volvieron (los 100 km semanales también); renació el anhelado sentimiento de felicidad. El languidecimiento no grita. No golpea la puerta. No devasta como la depresión ni alarma como un ataque de ansiedad. Pero erosiona, adormece. Y cuando adormece demasiado, uno deja de vivir para empezar simplemente a durar. A mí me tomó tiempo notarlo. Ojalá esta columna les sirva para encender una alarma, porque la tibieza emocional parece inofensiva, pero no lo es: es una amenaza suave, lenta… y profundamente peligrosa.

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