“La Argentina se puede dibujar, la patria no, se siente o no se siente”, suele repetir, fiel a sus principios, el hombre que este 19 de diciembre está cumpliendo 90 años de vida. Desde hace mucho se le dice “Don Luis”, a modo de reverencia a la sabiduría del patriarca.
“Yo soy del Chaco argentino, nacido en esta región; soy tan hijo de esta tierra que me siento emparentado al quebracho colorado y al capullo de algodón”. En el inicio de su poema “Casi gringo”, Luis Landriscina sentó las bases de su orgullosa pertenencia, aunque lo cierto es que su arte delineó siempre los trazos exactos de todo un país.
De norte a sur y de este a oeste, la territorialidad de su decir no sabe de regiones, pero sí de regionalismos, esos que enalteció y logró llevar al público de las urbes más populosas. La rastra en el asfalto. Documentar desde el humor.
En cuanto su arte excelso de la narración oral -zarandeado entre la tradición, el costumbrismo y el humor- le dio trascendencia pública, se le confirió calidad de “maestro”.
Don Luis Landriscina hizo docencia en lo suyo y eso no solo abarca su exquisito arte de contar, sino también su sensible manera de pensar lo telúrico, las raíces que hacen a la constitución de país.
Un filósofo de lo cotidiano, un analista del ser nacional profundo, lúcido, que siempre supo mirar con lupa la minuciosidad de la matriz de los argentinos y que logró alternar con naturalidad aquellas postales domésticas con sentidas reflexiones en torno a la trascendencia humana.
Nadie queda afuera de sus narraciones. Al escucharlo se puede llorar de risa y, en cuestión de segundos, transformar el ánimo en una profunda emoción. Al relato sobre una Nochebuena en un patio terroso le puede continuar una reflexión profunda sobre la fe. Su creencia en Dios siempre lo acompañó.
Luigi Landriscina y Filomena Cursi fueron sus padres sanguíneos. Llegaron de Italia separados, como tantos inmigrantes, que debían cruzar el Atlántico en tandas. Primero uno, generalmente el hombre, que tanteaba las posibilidades reales de la providencia, y luego su cónjuge.
Dos hermanos de Luis llegaron en esas travesías que se topaban con el Hotel de los Inmigrantes de Retiro antes de dar el paso hacia el destino final en la provincia de Chaco. Ya afincados en tierra argentina, nacieron el resto de los descendientes del matrimonio, entre ellos el que se convertiría en el genial artista.
Luis Landriscina nació en Colonia Baranda, a 40 kilómetros de la ciudad de Resistencia. Prolíficos los Landriscina llegaron a dar vida a ocho hijos, pero, en el último parto, Filomena falleció.
Al pequeño Luis, que tenía tan solo un año, le llegaron a mostrar el carruaje fúnebre que transportaba los restos de su madre, razón por la cual, cada vez que se topaba con un cortejo, la recordaba.
No fueron tiempos fáciles. Nada sobraba. Al contrario, la escasez definía la economía familiar. Luigi no podía sostener a sus hijos, razón por la cual, entregó a Luis a un matrimonio cercano. Santiago y Margarita fueron sus padrinos y padres de crianza. “Es mi hijo, aunque tenga otro apellido”, repetía el hombre como carta de presentación del pequeño Luis.
En ese tiempo, parte de su infancia la vivió en Campo Largo, el lugar que, definitivamente, lo marcó. “Les agradezco a mis padres de crianza haber respetado mi ingenuidad. Hasta los nueve o 10 años les dejaba pasto y agua a los camellos de los Reyes Magos”. Acaso parte de esa mirada virginal para entender la vida se tradujo en mucho de sus cuentos donde los personajes rurales hacían gala de una mirada asombrada.
“Los quise mucho a mis padres, siempre un beso a la mañana y otro a la noche antes de dormir, fueron un regalo de Dios”. Santiago, su padre adoptivo, siempre decía: “Luis es mi hijo, lleva otro apellido, pero es mi hijo”.
Alguna vez, Pascual, su hermano mayor, intentó reunir a toda la familia, ya algo desperdigada. Sin embargo, el pequeño Luis lloraba al recordar a sus padres adoptivos, razón por la cual, regresó con ese matrimonio que le brindaba la contención que necesitaba.
Con una escolaridad puntillosa cursada en la ciudad de Villa Ángela, rápidamente Luisito, como lo llamaban todos, comenzó a dar muestras de lo que se convertiría en su dominio excelso de la palabra. En el patio de tierra de la escuela provincial solía acaparar las miradas. Cada recreo era la posibilidad de narrar. Y todos lo escuchaban, señal inequívoca de la fascinación que generaban sus relatos.
En Villa Ángela están enterrados sus padres y varios de sus familiares. Luis Landriscina considera a ese terruño como su verdadero lugar en el mundo, al punto tal que muchos consideran que allí nació.
En 1962 contrajo enlace con Guadalupe Mancebo, la mujer que lo acompañaría toda su vida, la madre de sus hijos, su gran amor. La apodan “Betty” y es un pilar sustancial de la familia.
“Algún día te voy a pedir que seas mi mujer”, le dijo en Villa Ángela cuando ella aún era una niña. Hubo algo allí que él percibió rápidamente. Una atracción que trascendía lo físico. “Fue la madre perfecta para mis hijos; la esposa que siempre me acompañó”.
A medida que el humorista se asentaba en su carrera, los viajes se incrementaban y las ausencias en el hogar podían durar varios días, razón por la cual, la presencia de “Betty” siempre fue fundamental para mantener la estructura de la casa y seguir de cerca la crianza de los dos hijos del matrimonio, Gerardo y Fabio. A pesar del trabajo, Luis sabía hacerse paréntesis en sus giras para poder estar cerca de los suyos. Fue un padre presente. “Somos muy compañeros”, suele repetir el artista para definir ese matrimonio que se construyó desde la protección y la comprensión. Hoy, en la madurez, ambos siguen juntos y con un cierto temor al final de la vida que dejará al otro sin la mano sostén.
La pareja lleva más de 60 años unida en matrimonio. Atravesaron todo, unidos, fieles. Cambió la situación económica, se mudaron a Buenos Aires, llegaron los hijos, Luis se convirtió en una celebridad, pero nada alteró el equilibrio doméstico, la vida sin estridencias ni gustos grandilocuentes. El termo con agua caliente y una buena cebada, boina en la cabeza y el folklore sonando en el equipo de música. Así fueron. Así son.
En 1964 formó parte de la delegación de Chaco que participó en el Festival Nacional de Folklore que cada verano se lleva a cabo en la plaza Próspero Molina de la ciudad de Cosquín. Aquella noche, Luis se llevó el premio Revelación como cuentista y recitador.
Ante un auditorio atónito, el humorista logró que la multitud hiciera un silencio sepulcral ante sus narraciones. Hipnotizó. El público reía y se emocionaba, todo al mismo tiempo, esa conjunción de sensaciones que solo Landriscina puede lograr, como un grotesco criollo escrito por Armando Discépolo o aquellos personajes de Luis Sandrini que, en cuestión de segundos, pasaban de la comedia a la melancolía.
Luego de la repercusión en Cosquín, los medios de Santa Fe se lo llevaron para sus huestes, pero los productores porteños no tardaron en hacerlo migrar a la gran ciudad donde lograría la trascendencia nacional.
Tres años después de la consagración en Cosquín, el artista pisó definitivamente Buenos Aires para hacer allí su residencia, la crianza de sus hijos, establecer lazos con amigos ilustres y convertirse en el gran artista escultor del ser nacional.
Rápidamente, Luis Landriscina desarrolló un sistema de giras por todo el país, presentaciones en grandes teatros porteños, su participación en taquilleros films nacionales, la edición de libros y la grabación de discos con sus cuentos (casi 50 volúmenes).
Las disquerías solían reproducir a volumen alto algunos de esos materiales y la gente, un público ocasional, no tardaba en aglomerarse frente a las tiendas de discos para disfrutar de ese don.
Don Verídico fue uno de sus personajes más recordados, un paisano que contaba hasta lo increíble. El uruguayo Julio César Castro, a quien todos conocían como “Juceca”, fue el autor de esos textos a los que el humorista enaltecía con su interpretación.
El personaje cobró gran popularidad durante la década del 80, formando parte del ciclo Rapidísimo, a cargo de Héctor Larrea, que lideraba la audiencia matinal desde la frecuencia de Radio Rivadavia. Y también lo desarrolló en Radio Nacional junto a Rubén Horacio Bayón.
A esta altura del partido, don Luis Landriscina ya era una figura consagrada que había impuesto un modo de hacer humor mechado con profundas reflexiones de tono filosófico. Un campechano que, desde el sentido común y la sabiduría del vivir, sumado a un estricto poder de observación, sabía cómo conquistar multitudes.
La televisión no le fue esquiva y fue protagonista de éxitos del medio como Mano a mano con el país (Canal 13-1970), Landriscina de entrecasa (ATC-1981), La estación de Landriscina (Telefe-1992) y Almacén de campo (Canal 7-2002), entre tantos otros espacios.
El narrador siempre se caracterizó por su muy buen decir. Su argot se entrelaza entre la erudición y los vocablos de la tradición popular, gauchesca y campera. En sus cuentos la ingenuidad no es tontera, sino ternura. “El fogón es un aglutinador”, sostiene y, en base a esa sentencia, podría decirse que su arte se convirtió en una suerte de peña mediatizada. En su manera de contar no faltan los silencios, las inflexiones de la voz y las miradas.
Cuentos de provincias, sobre suegras, en torno a las fiestas familiares, ambientados en velatorios. Para todos los gustos. Y siempre la referencia a la territorialidad, a la tradición, al campo, a la patria. Personajes “ceceosos” y situaciones donde el absurdo puede hacer desternillar de risa.
Fue amigo del médico René Favaloro, “el último patriota”, según el artista. Y, como fanático del automovilismo, supo entablar una gran amistad con Juan Manuel Fangio, “el mejor piloto de la historia”.
El humorista debutó como piloto de carreras ruteras en 1974 en la “Vuelta de la Manzana”, conduciendo un Fiat 128. Pero, por seguridad, su afición no duró muchos años, aunque, cada tanto, solía despuntar su hobby.
Llegó a ser recibido por el Papa Juan Pablo ll y el Papa Francisco era un gran admirador de su arte, llegando a incorporar algunos de sus relatos en su oficio pastoral.
A contrapelo de su decir “tracción a sangre”, se actualizó en el uso de la tecnología y, casi como una osadía, cedió ante la tentación de la telefonía celular, “pero la Inteligencia Artificial puede ser peligrosa”, destacó.
Tres estatuas de tamaño real lo homenajean en Buenos Aires, Resistencia y Villa Ángela. Obtuvo, en buena ley y con justeza, todos los premios posibles. Fue homenajeado por el Senado Nacional y, quizás, a modo más representativo, uno de los principales galardones que recibió fue que se declarara al día de su nacimiento como el Día del Narrador Oral Chaqueño, decisión tomada por el parlamento provincial.
En los últimos años, algún que otro achaque lo apartó transitoriamente de la escena pública. Cuando se le pregunta por su estado de salud, no duda en responder, fiel a su esencia: “Si no me levantan el capó, ando bien”.
Luis Landriscina es un patriota sin banderías partidarias. Dio, y sigue ofrendando, clases de argentinidad. “La gente no se muere cuando se la entierra, sino cuando se la olvida”, solía decir. Luis Landriscina, a los 90, es y será un inolvidable. Tan argentino como el Martín Fierro.

